La escuela del cacao

 Señores de Chocovision:

Me llamo Ousmane Ido, aunque en el lugar del que vengo todos me conocen como «el Profesor». Nací en una remota aldea al norte de Burkina Faso, un pequeño país del África Occidental. Cuando mi hermano Zissane y yo nacimos, mis padres tenían dos vacas y un terreno en el que cultivaban maíz. No éramos ricos, pero nos iba bien, los vecinos nos respetaban y mi padre podía permitirse que sus dos hijos mayores fueran a la escuela. Eso aquí es normal, pero en mi país es un lujo. Me gustaría decir que la historia acaba aquí y que tiene un final feliz, pero no es así.

Cuando tenía nueve años, Zissane y yo tuvimos que dejar la escuela y por primera vez vi a mi padre llorar. Una brutal sequía asoló la región y arruinó nuestras cosechas, dejándonos sin nada de la noche a la mañana. Murió mucha gente. Nuestro vecino Bene casi se vuelve loco. A menudo por las noches, salía de casa corriendo porque no podía soportar oír a sus hijos llorar de hambre. Por eso, siempre digo que pasar hambre es mucho más que tener dolor de estómago y el vientre hinchado. Pasar hambre es como estar en una cárcel de la que cada día que pasa es más difícil salir. Todos tus sueños se desvanecen. Ir al colegio, hacer los deberes, ahorrar para una vaca… cosas que antes eran el centro de tu vida, de pronto pasan a un segundo plano. Te conviertes en un autómata que solo piensa en comer y pasar el día. Por eso, cuando mi padre se enteró de que había un grupo de marfileños que buscaban hombres jóvenes para trabajar en las plantaciones de cacao de Goin-Debé, malvendió nuestra casa, envió a mi madre con su hermana a Ghana, donde podría trabajar como costurera, y emprendió un viaje hacia el sur con la mitad de su familia, veinte kilos menos y el sueño de recuperar su libertad.

Sin embargo, las cosas no salieron tan bien como pensábamos. Después de una semana de viaje por terrenos farragosos, llegamos al bosque del cacao. No habíamos pisado la entrada, cuando el capataz del campamento montó en cólera y arremetió a golpes contra Boubacar, un niño un poco más joven que yo que, al parecer, no había conseguido abrir todas las vainas de cacao que se le habían asignado para el día. Aquella noche se quedaría sin cenar. «La comida es solo para quien se la trabaja». Por la noche le oí sollozar, pero mi padre no quería problemas, así que no me dejó acercarme. 

La vida en las plantaciones de cacao no era nada fácil. Vivíamos como esclavos en unas condiciones terribles, sin agua corriente, rodeados de bichos, trabajábamos sin cesar desde el amanecer hasta el anochecer a cambio de comida y ni siquiera teníamos camas. Zissane y yo echábamos de menos la escuela, pero él se adaptó mejor a la vida en el bosque. Era muy fuerte y resistía bien las jornadas de trabajo. Esto llamó la atención del capataz, quien lo nombró su nuevo protegido. A partir de ahí, Zissane nunca fue el mismo. Su mirada cambió, empezó a hacer cosas de las que mi padre se avergonzaba, y no tardamos en distanciarnos. Si no perdí la cabeza, fue gracias a Boubacar. Un día me descubrió leyendo El conde de Montecristo. Fue lo único que conservé de mi vida anterior. Me refugiaba entre sus páginas cada noche deseando que me llevaran de vuelta al que un día fue mi hogar. Boubacar me pidió que leyera para él, pero a mí me pareció mejor idea enseñarle a leer. Él fue mi primer alumno y el mejor amigo que he tenido jamás. A los meses, a Boubacar se le unieron seis niños y dos adultos, que, además de aprender a leer, querían conocer las cuatro reglas. Así fue cómo me convertí en «el Profesor». Aquello fue bueno para la gente, les dio esperanza. Pero al capataz no le gustaba lo que hacíamos, decía que no quería trabajadores listos, porque eran más difíciles de manejar. Así que, después de tres años sin cobrar un sueldo, le ofreció a mi padre y a mi hermano una parcela con la condición de que me fuera de allí. Zissane consiguió dos parcelas, y así mi padre, con mucho esfuerzo, pudo enviarme a estudiar a la capital. Cuando estaba en mi segundo año, recibí una carta de mi hermano en la que me decía que Boubacar había muerto a manos de un grupo de Dozos, milicias armadas que se apostan en los caminos y piden dinero a todo el que quiera pasar. Aquel día Boubacar no llevaba, y los Dozos quisieron quedarse con el cargamento de cacao con el que al fin iba a comprar su libertad. Le pegaron un tiro en la nuca y lo dejaron en medio de la carretera. Murió desangrado a las pocas horas y nunca había probado el chocolate.

Muchos niños no tienen tanta suerte como yo. Con el tiempo el bosque se los termina tragando. Algunos enferman por los productos químicos utilizados para fumigar. Otros, como mi amigo, mueren por la codicia de quienes les rodean. Esta misma codicia es la que mantiene con vida a las grandes empresas del sector. Por eso, me hice profesor y fundé «La Escuela del Cacao». Con nuestro proyecto Learn for future les ofrecemos a las familias una nueva vida: trabajo digno y un sueldo que costee la educación de sus hijos. Nos falta de todo, pero nos sobra ilusión. Por eso, hoy me presento antes ustedes, en esta cumbre de renombre, para que entiendan que detrás de cada bombón, tableta y viruta de chocolate hay un Boubacar que lo único que quiere es aprender a leer y escapar hacia una vida mejor. La educación es el único camino para un futuro sostenible. El único. Por eso, ayúdenme a crear un futuro mejor. Por favor, ayúdenme a replantar el bosque de esperanza.

Comentarios

  1. ¡Bravo! Maestría a la hora de transportarnos lugares tan coloridos y exóticos como Africa.
    Manejo perfecto del hilo temático. Voz clara y profunda.
    ¡Enhorabuena!

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Muchísimas gracias, de verdad. Me alegra que lo hayas disfrutado :).

      Eliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

La profesora de Isobel